No de una forma literal, pero si metafórica. Aquellos tres años me evocaron los largos velatorios caseros de antaño, mucho antes de que la muerte se industrializase y a los muertos se les alojase un corto día en esos estresantes tanatorios de ciudad, con su entrada amplia y pulida, llena de paneles digitales que semejan más un aeropuerto que una morgue o pompa fúnebre como Dios manda.
Velatorios caseros que se prolongaban en horas lentas, con los familiares, vecinos y amigos apiñados en la cocina, salón, si había, y habitaciones, con el finado reposando en su ataúd en su propio dormitorio, rodeado de un corro de sillas ocupadas por las mujeres más cercanas; madres, hermanas, esposas, hijas y vecinas de toda la vida.
Largas horas en las que se sucedían tiempos muertos en los que apenas se hablaba, seguidos de otros en los que se montaba cierto jaleo de voces, incluso de risas por donde andaban los más jóvenes. El último silencio, espeso y eterno, precedía al momento en que estaba señalada la puesta en marcha del cortejo fúnebre camino del cementerio.
El tiempo de la pandemia tuvo mucho de velatorio, a veces con eventos de seres cercanos, pero el mayor tiempo sin saber bien si el casi-finado era uno mismo, pendientes de síntomas y un eventual test que iniciase el proceso de cuenta atrás.
Los tiempos de silencio y de barullo de voces de aquellos antiguos velatorios ahora estaban representados por ráfagas de memes que te llegaban digitalmente por hilos invisibles de fibra óptica, pues el velatorio, tu velatorio, tenía un cierto carácter perverso y onanista; tú contigo sólo y pensando en ti.
Las ráfagas se sucedían, alternando días sin recibir un solo WhasatsApp con alguna semana en las que llegaban por docenas. Cada voz representada por cada uno de ellos tenía correlato con alguna de las cosas que se decían en los velatorios de verdad. Unas ni las entendías, otras te hacían reír. Menudeaban las que traslucían el propio pánico de quien las había puesto en circulación. Memes a veces demasiado toscos para la situación, otros eran para salir al paso y decir algo que aligerase el silencio sideral que nos rodeaba y también los había sesudos que te llevaban a reflexionar.
Como el cerebro no andaba entonces para tonterías, que ya bastante trabajo tenía con ocuparse de que siguiéramos vivos, esos mensajes desaparecían a los minutos de verlos. Su efecto buscado no llegaba ni a paliativo, aunque en cierta forma cumplían la función de no sentirse solo y desamparado. Alguien se acordaba desde su confinamiento de que tú estabas en el propio.
Un largo tiempo para pensar en lo que más importaba. Una de las conclusiones era que importaba seguir vivo y que ese vivir tenía que poner el foco en vivir con los otros. Conclusión que daba para mucho, pues la experiencia no siempre validaba que esa fórmula diera resultado, puesto que con poca gente estabas dispuesto a compartir ese vivir tan preciado.
Uno de esos memes trajo de la mano que esa insatisfacción con los otros quizá estuviera en nuestra forma de mirarlos y observarlos, seleccionando en un lado los pocos que merecían la pena y en otro todos los demás que no daban la talla de nuestro baremo. El meme se cargaba de un plumazo nuestra fantasía para hacer esa dicotomía en la que llevábamos instalados mentalmente desde que nacimos. El equívoco estaba en nuestro juicio, en dar sólo pasaporte de validez a quien creíamos perfecto o acercándose.
El meme mostraba un bordado por delante y por detrás con la sentencia: Detrás de cada persona aparentemente «perfecta» hay un caos que no puedes ver.
Una forma de vivir con los otros que nos empobrecía a la larga, lo que equivalía a estar acercándonos a la muerte sin necesidad de virus externo alguno.