Apenas tenía cosas claras, de las que ella consideraba importantes. Con sólo 34 años ya había pasado casi un tercio de su vida dedicada a la ciencia, pensando que cada día tenía más incertidumbres.

Se consolaba sabiendo que al menos dos cosas eran ciertas: Una que había pasado la adolescencia y primera juventud estudiando como una posesa para conseguir ser una buena científica y que ahora, después de 12 años, desde que terminó biológicas, apenas había tenido vida fuera de los laboratorios, con el resultado de no haber conocido el amor.

El encuentro con los compañeros de la carrera y luego en todos los trabajos del doctorado, diversas temporadas con becas de especialización y los tres años del contrato postdoctoral que ahora estaba a punto de finalizar, habían sido encuentros efímeros y anodinos, cuando no desastrosos o frustrantes.

Esa era la primera cosa cierta: saber que no sabía qué podría ser el amor y que a su edad posiblemente ya nunca lo supiera, pues pensaba que cada vez la veían como una mujer más rara, difícil, y que sólo sus enormes atractivos físicos hacían que aún le tirasen los tejos de vez en cuando. Siempre, más o menos, con las mismas intenciones. Algo que calculaba tampoco duraría mucho y después sólo quedaría un largo túnel de tristeza y desolación.

El hombre que la llenaría plenamente no lo encontraría mirándolo embobada a los ojos, donde iba a descubrir su verdadera alma. Consideraba que a los ojos se le había dado una importancia que no tenían. Era un subterfugio enaltecido por la literatura romántica y las telenovelas. En el caso más meritorio los poetas, pero que no tenía el recorrido que para ella era decisivo a la hora de conocer la personalidad y el carácter que buscaba.

Su perspectiva científica, y esta era su segunda certeza, la había dado la clave de que la sustancia de un hombre donde se podía observar con nitidez era viendo qué calzado usaba. Así de claro.

La antítesis de su tesis la tenía demostrada empíricamente por todas sus experiencias baldías durante años. Casi la totalidad de sus compañeros de estudios y luego de trabajo calzaban deportivas y los que no era mejor no recordarlo. Tenis, zapatos deportivos, sneakers o simulacros por el estilo, que revelaban claramente a seres egocéntricos, buscando su comodidad únicamente y tan narcisos que nada les importaba la opinión que de ellos tuviesen los demás.

Con estas dos verdades como bagaje, aprovechando que se quedaría en el paro, tomo la firme decisión de emprender un nuevo rumbo que tendría que ser en el amor tan exitoso como el de los estudios y la ciencia, que, sin duda, le daría a su vida color y la solución al anhelo de conocer y gozar del amor con mayúsculas.

La inspiración para una decisión tan firme y rotunda le vino por azar. Había visto un anuncio buscando dependienta en una gran zapatería de caballero del Centro y tuvo claro que ese sería su observatorio por donde pasarían todo tipo de hombres y sin duda el que ella elegiría.

Después de una larga entrevista en la que pudo mostrar su amplio conocimiento del calzado masculino y sus dotes comerciales con explicaciones detalladas y entusiastas sobre la concordancia entre los distintos tipos de calzado y las personalidades masculinas, el encargado quedó encantado y le ofreció un contrato durante tres meses, pudiendo después ofrecerle uno indefinido.

El tiempo pasaba rápidamente y su estrategia no daba resultados, salvo para la tienda puesto que vendía zapatos como churros. Se entretenía conversando con cada hombre que se aproximaba a su órbita y aquel incauto salía con un par de zapatos y a veces dos.

Estaban los que preguntaban por mocasines, apuntando a sujetos algo conservadores, pero que se esforzaban por preferirlos del tipo casual, más informal que los de vestir. Esto la daba pistas de cierta falsedad.

Como había comenzado el verano el aluvión de bohemios en busca de sandalias la tenía mareada. No es que planeasen ir de playa, era para el diario en la ciudad. Cantidad de hombres que no distinguía muchas veces si pretendían dar imagen de libertad aventurera o simplemente de no estar muy centrados.

Abundaban quienes buscaban zapatos de vestir, que ya daban idea que no sabían muy bien que era vestir más allá de cubrir el cuerpo con ropas, mostrando un carácter demasiado sensible a las críticas que intentaban sortear usando esos zapatatos para impresionar.

No faltaban quienes buscaban zapatos de ante/nobuck para dar imagen de hombres sensuales, o botas de montaña para andorrear a diario por la Gran Vía cual aventureros aguerridos

Quedaba poco para terminar el trimestre de su contrato y cada vez más desanimada empezó a descuidar la comida, el descanso y sus lecturas. A veces la nevera tenía sólo algún yogur o unas zanahorias de color indefinido y bastante arrugadas que seguro desanimaban a cualquier conejo. Los fines de semana, sin la distracción del trabajo, se daba cuenta de la penosa situación nutricional y existencial en que estaba entrando.

La puerta contigua a su vivienda estaba habitada, aunque no estaba muy segura por quien, pero siendo domingo, con todo cerrado por la barriada y con aquella hambre canina, habiendo comprobado que todo lo que tenía en casa era un poco pan se armó de valor y sin encomendarse a nada salió al descansillo y llamó al timbre. Abrió un hombre descalzo que la despistó unos segundos. Repuesta del impacto levantó la vista y vio que se trataba de un hombre joven, con gestos amables y una leve sonrisa, que la saludaba como vecina y la preguntaba en qué podía ayudarla.

Apenas pudo balbucear si le podía prestar un huevo y un poco de sal, para poder hacerse un desayuno como los que se hacía cada día hace unos meses. Que últimamente, por trabajo, a veces no le daba tiempo para la compra.

El vecino, intuyendo en su cara el desamparo, además del hambre, la invitó a desayunar ya que justo se disponía a preparar su desayuno favorito de los domingos: rebanadas fritas con aceite cornicabra, con huevos revueltos, sin batir, y con un poco de leche cuando estaban casi hechos. Que se evaporaba rápido, pero los dejaba más esponjosos.

Casi concluido el desayuno, que ella reiteró que era insuperable, le preguntó si es que no le gustaba ningún tipo de calzado.

La contestó que lógicamente cuando salía de casa no tenía más remedio que disfrazarse un poco como hacía todo el mundo y optaba por la vestimenta y calzado que estuviera más a tono con la representación que tocaba aquel día: trabajo, ocio, visitar a sus padres o simplemente pasear, pues en eso creía que consistía todo el atrezo empleado para salir de casa. Bien para no desentonar con el contexto o por aparentar lo que no se era. En casa no hacía falta, pues cada cual podía ser simplemente quien era, sin disimulos. Cosa que se manifestaba con sencillez por lo que decía y hacía con naturalidad, como disfrutar descalzo si era el caso.

El desayuno y la conversación sobre las apariencias y la realidad de lo que cada cual era, de lo que deseaba o creía desear y lo que necesitaba se alargó hasta media mañana sin que ninguno hubiera hecho nada por terminarla.

Sobre el medio día la despedida de ambos concluía alargándose en las reiteraciones mutuas del buen rato pasado y de saber ya un poco a quien tenían por vecino.

Las últimas palabras de ella, acompañadas de una sonrisa pícara, fueron: ¡Vamos que no me importaría repetir este desayunazo cada domingo!  ¡Muchísimas gracias vecino!!

Él sonrió con gesto cómplice.