Actuar para el del palco es un privilegio y un anhelo y lo cierto es que muchos pasamos así media vida. La otra mitad no está claro qué hacemos. Esa primera mitad creemos estar vivos y en la otra mitad muertos.

Gastamos las mejores energías en hacer de saltimbanquis; dando triples saltos mortales, columpiándonos en el trampolín boca abajo y dando volteretas para delante y para atrás como si en ello nos fuera la vida. Esforzándonos porque cada pirueta entrañe más y más dificultad, para mayor demostración de superación y maestría.

Cuando no estamos en la pista estamos pensando lo que haremos cuando volvamos a salir a ella. Ideando nuevas contorsiones y saltos, asumiendo mayores riesgos con dificultades inverosímiles, con innovaciones sorprendentes e improvisaciones llenas de ingenio y destreza. Cosas que nadie realizó anteriormente y que pasarán a los anales del espectáculo.

Lo realmente sorprendente de tanto empeño llega al final, como en casi toda función, cuando en la última fantasía crees que la admiración de el del palco, por cuanto le ha impresionado la función, por tanto, como le ha asombrado la representación, conmovido, te indica para que subas y te pueda mostrar su reconocimiento y su confirmación como artista excelso. Entonces se revela la verdad desnuda, sin tapujos, de todo el tinglado; el del palco eres tú.