María le contaba el calvario pasado con su madre en el hospital. Una urgencia que, aunque no fuera grave, no entendía que hubiese tenido que esperar seis horas. El sinfín de actos burocráticos, las informaciones incompletas, lo que unos parecían escucharla y cuando llegaba el siguiente tenía que empezar otra vez porque el anterior no había contado lo que se le dijo. Así hasta cuatro profesionales del hospital hasta que apareció la geriatra que atendió la urgencia, a la que, por supuesto, hubo de contarle todo de nuevo
Él tampoco podía entender toda aquella ineptitud estructural, si es que era eso, porque pensar otra cosa, concretando en las personas, no estaba claro donde les podía llevar. No habían estado en un establecimiento de comida sofisticada preparada para llevar, sino en un hospital y tanto el celador de la entrada como los administrativos de la recepción parecían atentos y con buena intención, aunque cada cual ocupase una parcela minimalista en la que apenas se sabía nada de lo que pasaría en la siguiente, ni de lo que pasó en la anterior. Otro tanto la enfermera que les atendió en primera instancia. Lo cierto es que nadie ni nada resolvía la angustia de la urgencia durante todo el tiempo de espera. Cada actuación se resumía en una amable atención que se evaporaba antes de que ocurriera la siguiente. No había proceso coordinado alguno para que todas esas intervenciones confluyesen en una resolución del problema.
Tratando de empatizar con ella, Jaime le contó lo que le había sucedido a él la semana anterior al quedarse sin agua en la vivienda. Había hablado con una persona muy amable de atención al cliente del Canal de Isabel II, que le escuchó con sumo interés y le indicó que pasaría su caso a los técnicos de sala y le enviaría inmediatamente a su correo el número de referencia del aviso y el teléfono al que podría llamar para seguir el caso. Pero nunca más supo qué ni cómo se estaba tratando su problema. Entonces llamó al teléfono indicado, dio el número de su aviso y muy atentamente le dijeron que ya estuvo el técnico y que la presión en la columna de agua era correcta. No entendía nada, ni alcanzaba a comprender la respuesta puesto que seguía sin agua por mucha presión que hubiera.
Nueva llamada; queja, especificación precisa de lo que parecía ser el problema, quizá obstrucción en el contador, puesto que no salía apenas agua hacía la vivienda. La misma atención correcta, un nuevo número de aviso y que se comunicaría al servicio técnico. En esta ocasión con petición expresa de que el técnico avisara cuando fuese para estar presente y enterarse un poco más.
Por supuesto nadie llamó y al repetir la operación de saber qué pasaba, de nuevo la voz amable de atención al cliente dando la respuesta de que habían ido y comprobado nuevamente que la presión del agua era correcta. Que el problema de falta de suministro era privativo de la vivienda particular
María asintió y le comentó que efectivamente, aunque se tratase de cosas distintas entendía que la vivencia de rabia e impotencia fuese muy parecida a la suya, pues en definitiva eran 5 días sin agua y no parecía que nadie fuera a darle solución, aunque todos fuesen atentos y amables
Entonces recordó lo que su hermana había penado en el intento de que le pusieran fibra óptica en su casa de Galapagar, que se resumía en más de lo mismo.
Siguieron hablando un buen rato, derivando la conversación hacía los saberes y prácticas profesionales de María, comentando sobre sus intervenciones como terapeuta, y de Jaime, en sus ocupaciones como químico en las depuradoras de la ciudad.
María observaba que el tipo de comunicación e interacciones comentadas anteriormente venían a sintetizar lo que ella observaba con muchos de sus pacientes, cada día con mayor frecuencia, cuando le relataban sus sufrimientos, rabias y frustraciones en relación con sus interacciones cotidianas con familiares, compañeros de trabajo o vecinos, con la pareja o los hijos. Todos hablaban, pero nadie parecía escuchar en profundidad lo que se le decía, aunque respondía atentamente y parecían estar en el hilo de la conversación. Resultando que las relaciones no satisfacían y cada vez era mayor el vacío sentido, por el que se terminaba en consulta o tomando pastillas de todo tipo.
Jaime tradujo inmediatamente a su campo, concluyendo que quizá estaba pasando que las relaciones humanas semejaban cada vez más lo que ocurre en un gas ideal, en el que todas las moléculas son iguales, no ocupan propiamente volumen alguno siendo como partículas puntuales y nulas las fuerzas de interacción entre ellas. Moléculas con interacciones aleatorias que ni se atraen ni se repelen entre sí.
Síii _exclamó María- Eso es. La incapacidad para una comunicación efectiva, dadas las condiciones estructurales de la cultura en que nos desenvolvemos actualmente en nuestra sociedad: ser políticamente correctos en todo, falta de compromiso e implicación para cumplir en el hacer laboral, asumir responsabilidades mínimas de nuestros actos y un largo etc. Todo ello hace que pasemos gran parte del tiempo en interacciones vacías, sin profundidad, sin implicación emocional auténtica y para compensar tal desastre actuando de forma totalmente defensiva. Si esto sigue por este derrotero creo que no me va a faltar trabajo.