Subió la pequeña cuesta para llegar al rellano con la senda que tanto le gustaba para caminar en paralelo entre la laguna y la carretera. Entonces giró hacia poniente.

Esa era la dirección que le permitía ir cantando los nombres de los principales accidentes de la sierra con nombre propio, desde el tramo visible de la cara sur de La Pinilla hasta el Pico del Reajo y Lomo Gordo. Una letanía laica en la que en vez de pedir cosas a santos o vírgenes lo que imaginaba y planificaba eran rutas para acceder a zonas del pinar en las que hubiera entreclaros, que es donde el sol calienta la tierra y mejor se dan los boletos.

Al final transitable de la senda solía girar de vuelta, hacia el Este. Le gustaba ver las arrancadas que se marcaban los ánades, uno detrás de la otra, dando palmadas con sus patas en la superficie del agua hasta levantar el vuelo para dar un giro de aproximadamente un kilómetro y volver al mismo sitio con una especie de lagunizaje.

Tanto en una dirección como en la otra lo que observaba le daba juego para un sinfín de ensoñaciones que, no se sabe cómo, precipitaban los mismos efectos que una buena sesión de meditación.

No era el caso aquel domingo. Daba vueltas de forma maquinal y de vez en cuando caía en la cuenta de que ni observaba el perfil de la sierra ni a los ánades. Ni siquiera se daba cuenta de que en más de una hora no había pasado un solo coche. Era una sensación extraña, como enajenada, pero que no tenía que ver con dolor, enfado o miedo. Era una enajenación por desconcierto.

No parecía tampoco que fuera un desconcierto o confusión porque algo no funcionase correctamente en el cuerpo; hígado, riñones, pulmones. Era otra cosa; como la sensación de estar perdido, aunque sin consecuencias de las que preocuparse. Como cuando hay que ocuparse de algo importante, pero para lo que no hay prisas ni exigencias. Muy extraño.

No había forma de salir de la situación razonando, ni parecía urgente porque tampoco percibía inquietud o angustia por ello.

Un pitido de coche y el sonido a la espalda de que alguien se estaba aproximando por la carretera frenando, le hizo volverse pensando que algún dominguero se había extraviado y querría preguntarle algo. 

Le sorprendió que fuese un patrol de la Guardia Civil, pues no alcanzaba a comprender que le podían pedir y menos que se hubieran extraviado.

Se pararon del todo al llegar a su altura.

  • ¡Buenos días! ¿Qué hace usted por ahí?
  • ¡Buenos días! Pues lo habitual; andar un poco. ¿Necesitan ustedes algo?
  • ¿y usted es que no se ha enterado qué día es hoy?
  • Pues…sí. Es domingo. Pero no sé ¿Pasa algo?
  • Pues pasa que usted no puede estar paseando
  • No veo por qué. Vivo al lado y camino por aquí casi todos los días.
  • Pero es que hoy es día 15 de marzo de 2020 y ha empezado el confinamiento que acordó ayer el Gobierno. No se puede estar paseando sin más. Además, si vive usted aquí al lado tendrá una parcela donde podrá pasear hasta que todo termine. ¡Encima que tiene usted ese lujo! ¿cree que puede pasear por donde le parezca? Mire, yo cuando termine el turno me voy a casa; un piso de 45 m2. ¿Qué le parece?

Aquel escueto y esclarecedor sermoncillo lo sacaban de la confusión y el desconcierto al instante. Percibió de forma nítida que estaba a punto de caerle una multa, pero al menos volvía a sentirse como siempre y entendía las raras sensaciones anteriores.

Y es que hay pocas cosas tan eficaces para volver a poner los pies en la tierra como que la Guardia Civil explique lo que hay y certifique que se está pisando al otro lado de la raya.